EL CONDE SISEBUTO
A cuatro leguas de
Pinto
y a treinta de Marmolejo,
existe un castillo viejo
que edificó
Chindasvinto.
Perteneció a un
gran señor
algo feudal y algo bruto;
se llamaba Sisebuto,
y su esposa,
Leonor,
y Cunegunda, su
hermana,
y su madre, Berenguela,
y una prima de su abuela
atendía por
Mariana.
Y su cuñado,
Vitelio,
y Cleopatra, su tía,
y su nieta, Rosalía,
y el hijo mayor,
Rogelio.
Era una noche de
invierno,
noche cruda y tenebrosa,
noche sombría, espantosa,
noche
atroz, noche de infierno,
noche fría, noche
helada,
noche triste, noche oscura,
noche llena de amargura,
noche
infausta, noche airada.
En un gótico
salón
dormitaba Sisebuto,
y un lebrel seco y enjuto
roncaba en el
portalón.
Con quejido
lastimero
el viento fuera silbaba,
e imponente se escuchaba
el ruido
del aguacero.
Cabalgando en un
corcel
de color verde botella,
raudo como una centella
llega al
castillo un doncel.
Empapada trae la
ropa
por efecto de las aguas,
¡como no lleva paraguas
viene el pobre
hecho una sopa!
Salta el foso,
llega al muro,
la poterna está cerrada.
-¡Me ha dado mico mi
amada!
-exclama-. ¡Vaya un apuro!
De pronto, algo
que resbala
siente sobre su cabeza,
extiende el brazo, y tropieza
¡con
la cuerda de una escala!
-¡Ah!... -dice con
fiero acento.
-¡Ah!.. -vuelve a decir gozoso.
-¡Ah!.. -repite
venturoso.
-¡Ah!.. -otra vez, y así, hasta ciento.
Trepa que trepa
que trepa,
sube que sube que sube,
en brazos cae de un querube,
la hija
del conde, la Pepa.
En lujoso
camarín
introduce a su adorado,
y al notar que está mojado
le seca bien
con serrín.
-Lisardo ... mi
bien, mi anhelo,
único ser que yo adoro,
el de los cabellos de oro,
el
de la nariz de cielo,
¿qué sientes, di,
dueño mío?,
¿no sientes nada a mi lado?,
¿que sientes, Lisardo amado?
Y
él responde: -Siento frío.
-¿Frío has dicho?
Eso me espanta.
¿Frío has dicho? eso me inquieta.
No llevarás
camiseta
¿verdad?... pues toma esa manta.
-Ahora hablemos
del cariño
que nuestras almas disloca.
Yo te amo como una loca.
-Yo te
adoro como un niño.
-Mi pasión raya en
locura,
si no me quieres, me mato.
-La mía es un arrebato,
si me
olvidas, me hago cura.
-¿Cura tú? ¡Por
Dios bendito!
No repitas esas frases,
¡en jamás de los jamases!
¡Pues
estaría bonito!
Hija soy de
Sisebuto
desde mi más tierna infancia,
y aunque es mucha mi
arrogancia,
y aunque es un padre muy bruto,
y aunque temo sus
furores,
y aunque sé a lo que me expongo,
huyamos... vamos al Congo
a
ocultar nuestros amores.
-Bien dicho, bien
has hablado,
huyamos aunque se enojen,
y si algún día nos cojen,
¡que
nos quiten lo bailado!
En esto, un ronco
ladrido
retumba potente y fiero.
-¿Oyes? -dice el caballero-,
es el
perro que me ha olido.
Se abre una puerta
excusada
y, cual terrible huracán,
entra un hombre..., luego un
can...,
luego nadie..., luego nada...
-¡Hija infame!
-ruge el conde.
¿Qué haces con este señor?
¿Dónde has dejado mi
honor?
¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde?. ¿dónde?
Y tú, cobarde
villano,
antipático, repara
cómo señalo tu cara
con los dedos de mi
mano.
Después, sacando
un puñal,
de un solo golpe certero
le enterró el cortante acero
junto a
la espina dorsal.
El joven,
naturalmente,
se murió como un conejo.
Ella frunció el entrecejo
y
enloqueció de repente.
También quedó el
conde loco
de resultas del espanto,
y el perro... no llegó a
tanto,
pero le faltó muy poco.
Desde aquel día de
horror
nada se volvió a saber
del conde, de su mujer,
la llamada
Leonor,
de Cunegunda su
hermana,
de su madre Berenguela,
de la prima de su abuela
que atendía
por Mariana,
de su cuñado
Vitelio,
de Cleopatra su tía,
de su nieta Rosalía
ni de su chico
Rogelio.
Y aquí acaba la
leyenda
verídica, interesante,
romántica, fulminante,
estremecedora,
horrenda,
que de aquel
castillo viejo
entenebrece el recinto,
a cuatro leguas de Pinto
y a
treinta de Marmolejo