«El hombre no es dado ‘a sí mismo más que por los sentidos; es objeto
para sí mismo como objeto de los sentidos. La identidad del sujeto y el objeto
que no es más que el pensamiento abstracto en la conciencia de sí mismo, no es
verdad y realidad más que en la intuición sensible que el hombre tiene del
hombre. La unidad del pensamiento y del ser sólo tiene sentido y verdad si se
concibe al hombre como fundamento y sujeto de esa unidad. Sólo un ser real
conoce las cosas reales; sólo cuando el pensamiento no es sujeto para sí mismo,
sino predicado de un ser real, no está separado del ser. De ahí que la unidad
del pensamiento y del ser no es una unidad formal, en la que el ser se añada
como una determinación al pensamiento en sí y por sí la unidad no depende más
que del objeto, del contenido del pensamiento. » L. FEUERBACH (Principios fundamentales de la filosofía del porvenir)
« Y, sin embargo, la impresión de acabamiento y de fin, el sordo
sentimiento que implica, anima nuestro pensamiento, lo adormece quizá con la
facilidad de sus promesas y nos hace creer que algo nuevo está en vías de
empezar, algo de lo que no vemos más que un ligero trazo de luz en el bajo
horizonte —este sentimiento y esta impresión no están quizá mal fundados. Se dirá
que existen, que no han dejado de formularse siempre de nuevo desde principios
del siglo XIX; se dirá que Hólderlin, Hegel, Feuerbach y Marx tenían ya esta
certeza de que en ellos terminaba un pensamiento y, quizá, una cultura y que,
desde el fondo de una distancia que quizá no fuera invencible, se aproximaba
otra — en la reserva del alba, en el castillo del mediodía o en la disensión
del día que termina. Pero esta inminencia cercana, peligrosa, de cuya promesa
dudamos hoy en día, cuyo peligro acogemos, no es, sin duda, del mismo orden.
Entonces, lo que este anuncio prescribía al pensamiento era el establecer una
morada estable para el hombre sobre esta tierra de la que los dioses se habían
ido o borrado. En nuestros días — y Nietzsche señala aquí también el punto de
inflexión—, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino
el fin del hombre (este desplazamiento mínimo, imperceptible, este retroceso
hacia la forma de la identidad que hacen que la finitud del hombre se haya
convertido en su fin); se descubre que la muerte de Dios y el último hombre han
partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia que ha matado a
Dios, colocando así su lenguaje, su pensamiento, su risa, en el espacio del
Dios ya muerto, pero dándose también como aquel que ha matado a Dios y cuya
existencia implica la libertad y la decisión de este asesinato? Así el último
hombre es, a la vez, más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha
matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado
que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está abocado él
mismo a morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan el océano futuro; el hombre
va a desaparecer. Más que la muerte de Dios — o más bien en el surco de esta
muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella—, lo que anuncia el
pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro
del hombre en la risa y el retorno de las máscaras; es la dispersión de la
profunda corriente del tiempo por la que se sentía llevado y cuya presión
presuponía en el ser mismo de las cosas; es la identidad del Retorno de lo
Mismo y de la dispersión absoluta del hombre. » ((Las palabras y las cosas», de M. FOUCAULT, págs. 373-374. Edit. Siglo
XXI. Editores, S.A. México, 1968.