« Y, sin embargo, la impresión de acabamiento y de fin, el sordo
sentimiento que implica, anima nuestro pensamiento, lo adormece quizá con la
facilidad de sus promesas y nos hace creer que algo nuevo está en vías de
empezar, algo de lo que no vemos más que un ligero trazo de luz en el bajo
horizonte —este sentimiento y esta impresión no están quizá mal fundados. Se
dirá que existen, que no han dejado de formularse siempre de nuevo desde
principios del siglo XIX; se dirá que Hólderlin, Hegel, Feuerbach y Marx tenían
ya esta certeza de que en ellos terminaba un pensamiento y, quizá, una cultura
y que, desde el fondo de una distancia que quizá no fuera invencible, se
aproximaba otra — en la reserva del alba, en el castillo del mediodía o en la
disensión del día que termina. Pero esta inminencia cercana, peligrosa, de cuya
promesa dudamos hoy en día, cuyo peligro acogemos, no es, sin duda, del mismo
orden. Entonces, lo que este anuncio prescribía al pensamiento era el
establecer una morada estable para el hombre sobre esta tierra de la que los
dioses se habían ido o borrado. En nuestros días — y Nietzsche señala aquí
también el punto de inflexión—, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la
muerte de Dios, sino el fin del hombre (este desplazamiento mínimo, imperceptible,
este retroceso hacia la forma de la identidad que hacen que la finitud del
hombre se haya convertido en su fin); se descubre que la muerte de Dios y el
último hombre han partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia
que ha matado a Dios, colocando así su lenguaje, su pensamiento, su risa, en el
espacio del Dios ya muerto, pero dándose también como aquel que ha matado a
Dios y cuya existencia implica la libertad y la decisión de este asesinato? Así
el último hombre es, a la vez, más viejo y más joven que la muerte de Dios;
dado que ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia
finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino
está abocado él mismo a morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan el océano
futuro; el hombre va a desaparecer. Más que la muerte de Dios — o más bien en
el surco de esta muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella—, lo
que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el
estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno de las máscaras; es la
dispersión de la profunda corriente del tiempo por la que se sentía llevado y
cuya presión presuponía en el ser mismo de las cosas; es la identidad del
Retorno de lo Mismo y de la dispersión absoluta del hombre. » ((Las palabras y las cosas», de M. FOUCAULT, págs. 373-374. Edit. Siglo
XXI. Editores, S.A. México, 1968.