viernes, 5 de septiembre de 2014

Sin Tí




CAPÍTULO 1
La vida: Es vida mientras tengas cosas que aprender, que enseñar o que mejorar


Un año antes

El otoño empezaba a dar paso al invierno, las primeras lluvias pasaban a llamarse nevadas. En los programas televisivos el cuerpo humano, que hasta el momento había sido protagonista indiscutible de la época estival, se ocultaba un año más debajo de las prendas de lana. A cambio, el paisaje de los rostros se coloreaba impulsando al admirador a salir de la rutina embarcándose en navíos imaginarios de aventuras. Una maraña de modulaciones, texturas y colores, que hasta el momento habían permanecido perdidos en los tonos pastel, florecían con colores vivos en los contornos bucales y oculares, perfeccionando los rostros femeninos. Los símbolos eternos de sensualidad enrojecían cada mañana, mostrando su insolencia y atracción al interlocutor. A lo largo de la historia de la humanidad la coquetería, ha ido perfeccionando las diferentes maneras de expresarse, de aplicar el tono adecuado a una correspondencia difusa, evitando caer en los excesos que resultan ridículos y chabacanos. No hay insignificancia que, hecha graciosamente, no halague y contribuya a ese dulce encanto de la fantasía. Continuaba buscando la respuesta a la pregunta ¿Qué es el amor verdadero?, de nuevo investigaba en lechos diferentes cada noche en la esperanza de encontrar la respuesta que me satisficiera. Tan solo acertaba a descubrir que aquellos autodenominados enamorados buscan rincones oscuros, aislamientos eternos sin importarles lo que ocurra a su alrededor. Sin tener consideración alguna al reloj y formando un mundo atomizado a parte de la realidad. Sería que de tanto buscar ¿no fuese capaz de encontrar ese amor verdadero, ese amor completo? Envidiaba a esos amores de leyenda que se contaban una y mil veces en las calles de Toledo.

- ¡Qué romántico¡ - Pensaba  que eran siempre - ¡Qué tristes¡, ¡Cuántos malos tratos descubrían del mundo – Pensaba a continuación.

Decidí marcharme al otro lado del mundo. De mi mundo, para ser más exactos. De nuevo mi barco y yo en el océano, en busca del tesoro intangible más grande de la naturaleza “el amor”. El viento y las mareas quisieron que mi rumbo se detuviera en Nueva Orleáns, a orillas del río Mississippi. Crisol de razas, de músicas, de paisajes, de cuentos y leyendas. ¿Vería a Tom Sayer?, supongo que le podría encontrar pescando con su gorro de paja y sus pantalones piratas deshilachados por algún meandro de ese traicionero río. Hoy en día tiene un color poco atrayente al baño, las orillas en las que Huckleberry y Tom hacían sus travesuras están ahora cubiertas de fábricas y almacenes. La ciudad también ha cambiado desde entonces. Del paso español tan solo quedan los nombres de las calles. Del paso francés las construcciones y el famoso barrio en el que hoy en día los turistas se agolpan. Pese a todos estos cambios, Nueva Orleáns mantiene esa melancolía del pasado.

Decidí alojarme en el mismísimo templo del jazz, en Preservation Hall. Me dirigí con paso tranquilo al 726 de la calle St. Meter. Un pequeño soborno bastó para que Allen, el encargado, me alojara en un cuchitril de este burdel del Sur; en donde los blancos buscan la música de los negros. Aquí sería de nuevo el lugar donde mi suerte amorosa me marcaría una nueva “muesca en mi culata”, me refiero a una mulata de ojos azabache que tomaba copa tras copa en la barra de aquel antro, de nombre artístico Pisínoe. Se acercó a mí la primera noche y me preguntó discretamente si me había cruzado con alguno de los duendes que abandonan el local camino de Bourbon Street dejando atrás el jazz, para adentrarse en las tranquilas aguas pantanosas del Bayou, según rezan las leyendas locales. Le contesté que era cierto que con algún duende me había cruzado en mi llegada, pero desconocía el motivo de marcharse a esa zona asquerosa. El camarero nos rellenó a ambos las copas al tiempo que Pisínoe me explicaba con halo misterioso, que los duendes iban en busca de la pureza del jazz, corrompido por nosotros los turistas. Entonces comprendí que mi estancia en la ciudad no iba a ser un camino de rosas. Eché un vistazo a la sobrealimentada clientela, descuidada en el vestir, que engullían una tras otra, las variaciones con repetición de las escasas notas que componen esa música llamada jazz. Un negro vestido con traje de chaqueta blanco, corbata negra y sombrero de paja, entró en el local acompañado de dos guardaespaldas que parecían haber acabado en la cena con todas las reses de un rancho próximo. Pisínoe se recolocó en su primitivo lugar de la barra, mientras los nuevos integrantes de aquel local del Barrio Francés, me hacían una revisión de arriba abajo.

- ¡Vaya¡ - Pensé para mis adentros - Íba a tener que olvidarme de aquella arisca mulata de ojos de azabache y piernas de ébano. Había dado con otro de esos amores prohibidos a los que ya empezaba a acostumbrarme.

Concluí en darme una vuelta por aquel Barrio Francés, escuchando el jazz que salía de cada uno de los locales. Recordé que este estilo musical había nacido en Storyville, el barrio de los burdeles. La razón es lógica si comprendes que muchos de los habitantes eran religiosos de las misas matinales dominicales, otros emparentados con ellos; no distinguían los exorcismos y vudúes, de los rituales sexuales. Todo ello unido al demasiado bochorno nocturno y a los licores, que dejaban a sus mujeres ligeras de ropa y perfilando sus contornos las prendas que portaban, por los efectos del sudor. Pisínoe era una de las chicas que el capo del canoutier tenía en exclusiva y por la que hacía pagar al pretendiente, sumas considerables de dinero, o si antes no le había abandonado sin pies en alguno de los recodos del pantano. Tras mi paseo, regresé al alojamiento. En el local seguían los ritmos, los escasos turistas habían abandonado y tan solo quedaban los negros. Ellos ponían copas, barrían el local y tocaban los instrumentos; tan solo el grupo mafioso y yo quedábamos como público.

Pisínoe extrajo de su cintura un pañuelo, observé cómo hacía movimientos sutiles combinados con los propios para los que fue concebida esa prenda. Pisínoe se pasaba por los labios el trozo de tela, después lo dejaba caer al suelo, se secaba el sudor de la frente y dejaba sutilmente resbalar por los ojos. Así estuvo toda la noche hasta que me retiré a mi habitación cansado del viaje y del calor. Un ventilador de techo era todo el aire acondicionado que poseía mi mansión. El calor acumulado entre esas cuatro paredes hizo que me fuera imposible conciliar el sueño, daba vueltas sin parar en mi colchón, sudando en una especie de duermevela agotadora. Mi mente luchaba contra monstruos. Entre sueños, imaginaba a mi lado a Pisínoe mezclándonos entre las escasas sábanas.

De repente caí en la cuenta y me levanté de un salto, ¡Pisínoe me estaba hablando con el pañuelo¡ Recordé de nuevo a mi abuela diciéndome que en verano usaban en España el abanico pero en invierno, el amor no se queda en las estanterías, sigue aflorando entre los amantes clandestinos. Era entonces cuando sustituían el abanico por el pañuelo. Debía recordar ese código y no podía por el calor, estaba a punto de amanecer y decidí acercarme a mi barco a intentar localizar ese maldito código. Al bajar eché un vistazo de reojo a la barra del bar, a la espera de tener un fortuito cruce de miradas con Pisínoe. En ese momento permanecía cerrado, ¡mi diosa Cibeles no estaba por la labor de ayudarme¡ Salí a la calle orientando mis pasos al barco, atravesé Bourbon Street. La antigua zona residencial se había transformado en el barrio chino. Suspiré pensando que esta colonización de bazares estaba extendiéndose por el resto de ciudades del mundo por igual, acabando con el pasado de unos y cubriendo de melancolía a los otros.

- ¡Nihao¡ ¡nihao¡… - Íba saludando a cada paso a los comerciantes chinos que abrían sus comercios en el alba, al lado de los clubes ya cerrados. ¡Xie-xie¡ - Respondían si les compraba algo.

 Seguí mi paseo por Jackson Square y la catedral de St. Louis, en donde los entarimados de las actuaciones nocturnas descansaban hasta el próximo anochecer en el que las bandas de saxos, de bajos y de trombones las abrigarían de nuevo.

En mi barco tampoco encontré lo que estaba buscando. Quise desayunar pero el café se me había acabado. Regresé sobre mis pasos hasta un bar que me recordaba a los europeos. Lo regentaba Ferdinand, al instante nos caímos bien y comenzamos a hablar de nuestro nostálgico mundo. Mi nuevo amigo me preguntó como es natural, ¿cuál era el motivo que me había llevado hasta esa ciudad? Le contesté, que algo a caballo entre querer cambiar mi vida y la búsqueda del amor. Ferdi, como así le llamaban todos, se echó a reír a mi costa bien a gusto. Al detener su mofa le pregunté desairado por el motivo de la burla, él salió de la barra y se sentó complaciente a mi lado diciéndome que ese era el motivo que prevalecía entre los turistas de allí que no venían en un tour organizado en busca de jazz. Yo le comenté mi suceso de la noche anterior con Pisínoe, contestándome que había tenido suerte al tropezar con ella y que una mujer deseada por todo el pueblo se hubiera fijado en mi. Como es lógico le comenté la escena del pañuelo y dándome un abrazo Me dijo que era su héroe, que en contadas ocasiones Pisínoe había aceptado a alguien y menos capaz de enfrentarse a su chulo.

Yo no tenía preocupaciones por el chulo ni por sus matones. En mis viajes había escapado de líderes extorsionadores más peligrosos que ellos,  tras acostarme con sus hijas y de jefes de narcotraficantes tras seducir a sus mujeres, no me iban a preocupar tres matones de barrio. Pero ¡no sabía comunicarme con ella¡. Ferdi se echó a reír escandalosamente y Me dijo que me contaría el secreto de su pariente. Dio la casualidad que era descendiente del famoso Ferdinand Joseph Lamothe, conocido por todos como Jelly Roll Morton. Para unos el creador del jazz, para otros el Casanova americano. Se contaba de él que fue capaz de satisfacer sexualmente a diez mujeres en una noche gracias a su buen dotado armamento y sus dotes musicales. Ferdi se ausentó unos minutos, cuando regresó a mi lado; con cara de seriedad me estrechó la mano y me hizo jurar que ese secreto permanecería entre nosotros de por vida. Lo único que me pidió a cambio, era que el día que Pisínoe y yo estuviésemos juntos; él pudiera observar la escena de amor. Supuse más tarde, cuando salí del bar, que eso mismo haría con cualquier turista agradecido como yo que le diese 300 dólares de correspondencia y desayuno. A cambio de un raído papel con un supuesto “código del pañuelo”. No obstante me aprendí el maldito código a la espera de la noche.

Nota de Ferdinand : Lenguaje del pañuelo:
Apoyarlo en la mejilla derecha: Si
Apoyarlo en la mejilla derecha izquierda: No.
Anudárselo en el dedo Índice: estoy comprometida.
Anudárselo en el dedo anular: Soy casada.
Anudárselo en la mano: soy tuya de verdad.
Pasárselo por el labio: Deseo correspondencia.
Dejarlo Caer: Seremos amigos.
Pasarlo por los ojos: estoy triste.
Pasarlo por la oreja derecha: No eres fiel.
Pasarlo por la oreja izquierda: Te he de dar una carta.
Pasarlo por la mano izquierda: Te aborrezco.
Pasarlo por el hombro: Sígueme.
Doblarlo totalmente: Necesito hablarte.
Doblarlo por las puntas: Espérame.
Retorcerlo con ambas manos: Indiferencia.
Retorcerlo con la mano derecha: Amo a otro.
Retorcerlo con la mano izquierda: No quiero saber nada.
Jugar con él apáticamente: Te desprecio.
Morder las puntas: Estoy celosa.
Doblar cautelosamente el encaje: Soñé contigo.
Arrugarlo como una pelota: el asunto se complica.

Pasarlo varias veces de una mano a otra: Estoy en la incertidumbre.